
Cuando estábamos en la profundidad de nuestra depravación. Cristo murió por nosotros. No esperó que las personas se acercaran lo más posible a Él por medio de la obediencia a la ley y la vida justa. Nunca, ni una vez, Cristo dijo a su Padre ¡»éste está bastante cerca! ¡Con esto le alcanza!» En medio de nuestra enorme separación de Dios, Cristo murió por nosotros. Murió por las personas que gritaron: ¡Crucifícalo! Murió por los que laceraron su carne con latigazos. Murió por los que lo golpearon y lo escupieron, por los que se burlaban de él, clavándole una corona de espinas en la frente, murió por los que lo humillaron quitándole sus ropas, murió por el soldado que atravesó su carne con clavos, murió por el que le dio vinagre para beber. Murió por los 11 que corrieron para salvar sus vidas, en el momento de la historia en que la humanidad no podía haber estado más lejos de él. Cristo murió por nosotros, Cristo no murió solo por los pecados de la depravación de esa generación: «Mas no ruego solamente por éstos sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos» (Juan 17:20). Aquel que sabía todas las cosas murió por adelantado por la obra más depravada que yo iba a cometer. Aunque yo no estaba presente entre la multitud, en ese terrible día, mis pecados sí estaban; tan horrendos fueron los pecados que colgaban sobre Cristo aquel día, que su Padre se vio obligado a mirar a otro lado. Su Santidad tuvo que apartarse de su propio Hijo para que, por su sacrificio, Cristo pudiera interceder en nuestro favor. Jesús experimentó el espantoso dolor de ser olvidado por Dios para que nosotros no tuviéramos que serlo. Y porque lo hizo, nosotros «tenemos paz para con Dios» (Romanos 5:1). En éste momento, tengo que pedirle a Dios que detenga el remolino de recuerdos que giran en mi mente; la profundidad de mi depravación que colgaba de la cruz aquel día. Me siento tentada a preguntarme: si hubiera comprendido el castigo por mi pecado, ¿habría intentado hacer mejor las cosas? Yo no tengo un testimonio como muchos otros creyentes. No puedo hablar de mi depravación antes de la experiencia de ser salva, y de que todo eso quedó atrás de mí. Cuando conocí a Cristo, era una niña cuando confié en Cristo como mi Salvador. Cada pecado que recuerdo haber cometido, ocurrió después de que yo fuera salva, aunque su Espíritu Santo vivía dentro de mí, como mi madre Eva tomé de la fruta prohibida a pesar de todo el poder del Espíritu Santo que Dios me daba para detenerme. Lamentablemente, la humanidad no habría sido mejor si hubiera dependido de Adán y yo. Sin duda, llega el momento en que, en lo más profundo de nuestro corazón en secreto nos preguntamos: ¿podría yo haber sido lo suficientemente bueno como para que Cristo no tuviera que ir a la cruz? Si yo pudiera volver el tiempo atrás, sabiendo lo que sé ¿podría vivir una vida sin mancha? Beth Moore (Libro:El Corazón Del Creyente)