
Jer 30.17 “Mas yo haré venir sanidad para ti, y sanaré tus heridas, dice Jehová; porque desechada te llamaron, diciendo: Esta es Sion, de la que nadie se acuerda.”
Al Señor enviar a sus discípulos a predicar el evangelio, les dijo que acompañaran el mensaje del Reino con las siguientes señales: Sanad enfermos, limpiad leprosos, resucitad muertos, echad fuera demonios. Hoy hay campo para manifestar estas mismas señales, excepto una: No solemos encontrar leprosos. Además, ¿Por qué hacer la distinción de los enfermos a los leprosos? ¿Acaso la lepra no es una enfermedad? Hay razón para que Jesús los mencionara aparte. En ese tiempo, un leproso tenía que ser diagnosticado como tal por el sacerdote, a sí mismo no podía hacerlo, él no se reconocería como tal, ya que su enfermedad insensible, pero lentamente devastadora, lo imposibilitaba y lo excluía. Por lo que era aislado de la comunidad, obligado, con actitud y porte de despreciado, a proclamar: “¡Inmundo! ¡Inmundo!” No podía acercarse a nadie, ni nadie se le podía acercar. Eran, por su inmundicia, disgregados de la congregación. Al ser sanados recuperaban este privilegio. Cristo nos dice entonces: A todos los que se hayan alejado de la iglesia, porque se les haya señalado inmundos a causa de algo que hicieron o dejaron de hacer, restáurenlos. Ustedes, que son sacerdocio santo, limpien a aquellos que no se reúnen más entre nosotros porque se sienten deshonrados, indignos de pertenecer al Santo cuerpo de Cristo. A los que se han alejado por la ignominia, hundidos en la depresión que los considera perdidos de los privilegios del que nos amó, y nos limpió con su sangre, porque no se sienten amados, extrañados, valorados, ¡Háganlos venir, fuércenlos a entrar! Con el derecho que da la gracia por la que ustedes están dentro, den de esa gracia para volverlos a reunir. La lepra del orgullo, de la baja autoestima, la llaga invisible de la ofensa no perdonada, la insensible laceración del olvidado. La descarnación del alma del que se siente inútil, indigno, incapaz. La piel del corazón reseca del ignorado porque no tiene lo que valora el ojo del hombre. Seamos sacerdotes sensibles para esta enfermedad reconocer. ¿Distingues a alguien que ya no se acerca a la congregación porque algo lo desanimó, porque alguien lo señaló? ¿Sabes de alguien que se ha apartado de reunirse por causa de alguna depresión, o por alguna falla que considera él mismo imperdonable, o porque se siente disgregado ante la mirada de los creyentes? ¿O entiendes de alguno que, a pesar de reunirse en la iglesia, en su corazón siente menosprecio, herida, o carga con sentimientos de dolor que lo incapacitan para disfrutar de los beneficios del pueblo de Dios? Esos son los leprosos de hoy día, que alejados y con voz callada, gritan de sí mismos, con porte de alma llagada: “¡Inmundo! ¡Inmundo!” No saben que la insensible e invisible dolencia del corazón que cargan, por un sacerdote, como en el antiguo pacto, ha de ser reconocida. Y por un sacerdote del Reino de gente santa del nuevo pacto, el excluido ha de ser sanado y restablecido. Buena nueva que hemos de portar a los innumerables leprosos de estos tiempos: El reino de los cielos se ha acercado. Y también es para ellos, para las ovejas perdidas de la casa de Israel. Y nosotros, con el bálsamo de una caricia al alma, con el tierno hisopo de un abrazo cálido, con el ungüento del Espíritu reconciliador, y con el amor que cubre multitud de faltas, somos responsables de traerlos de nuevo, limpios, al reino de Dios.
Jorge Figueroa del Valle