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De tal palo, tal astilla


Lc 7.35 Mas la sabiduría es justificada por todos sus hijos.

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Del dominio del temperamento al del fruto del Espíritu. De la expresión descontrolada de las emociones a su sujeción al carácter de Cristo. De la constante caída en la debilidad de las pasiones a una entera dependencia en la gracia del Señor para mantenerse firme. De las equivocadas costumbres heredadas de los padres a los buenos hábitos del reino celestial. Del deseo de venganza y retribución, al perdón y misericordia de la cruz. Del uso egoísta y avaro del dinero, a su uso como instrumento para obtener riquezas espirituales. De la atadura y esclavitud de las aficiones y obsesiones, a la libertad gloriosa de ser esclavo del Señor, unido a Él con lazos de amor. De vivir mis relaciones en conflictos constantes, a saber usar un diálogo maduro y un trato respetuoso y santo. De considerar al matrimonio un compromiso humano sujeto a permanecer si cubre mis objetivos y necesidades; a verlo como un pacto indisoluble y divino, hecho para santificarme y perfeccionarme en el amor incondicional a quien elegí libre y voluntariamente a perpetuidad; verlo como el Señor me lo mostró, cerrando los ojos para morir a cualquiera del otro género en este mundo, y abrirlos para vida nueva y permanente a mi cónyuge, a quien ahora me comprometo a amar y conquistar. De ver esta vida como fin, a apreciarla como el camino a la eternidad. De ver la felicidad como objetivo en esta tierra, a tener al amor como el más alto valor que en ella se puede obtener. De olvidar tesoros eternos por obtener los temporales, a saber invertir, o hasta renunciar a los privilegios que mueren, por obtener los que para siempre quedan. De considerar mi cuerpo como instrumento para hacer mi voluntad y darme placer; hasta tenerlo por habitación del Espíritu, a quien se debe satisfacer y servir. De las amarguras, rencores, traumas y temores por los males que he vivido; a la paz, gozo, valentía y seguridad del que sabe lo que para Dios vale. De la presión interna de satisfacer a medio mundo mostrándome como quieren que yo sea para sentirme aceptado; al reposo de saber que el Señor me acepta, y con desear su presencia y buscar sus metas, le soy más que agradable. De la hipocresía de tener que ocultar prácticas y hábitos inmundos e inmorales, a vivir ante la luz para que mi integridad pueda ser imitada. De la fe mundana que cree solo lo que ve; a la verdadera que sabe que es fiel toda palabra del Señor.
En fin, ser hijo de Dios debe hacer la diferencia en quien sustenta este noble título. Si nos llamamos cristianos, hemos de expresarlo, no hay pretexto válido para ser igual que antes. Quien es hijo de Dios ha de mostrar que camina del dominio del pecado, de la carne, del mundo y del diablo; al señorío de Cristo y a la transformación a su imagen.