He 13.4 Honroso sea en todos el matrimonio, y el lecho sin mancilla; pero a los fornicarios y a los adúlteros los juzgará Dios.
Parece que cuando se habla del matrimonio no se toca con frecuencia un tema fundamental para el creyente, el de la fe. Pero brilla escondido en cada línea escrita en la vida matrimonial y en la de este libro. Y se atiende a la fe cuando hablamos de fidelidad. Ambas palabras son sinónimos en el lenguaje bíblico, tanto del antiguo como del nuevo testamento. Fe y fidelidad son lo mismo, pero es bueno reconocer su diferencia; y para esto, lo expongo con un ejemplo: Es como una carretera de dos sentidos; un sentido es la fe, y el otro, la fidelidad; pero es un mismo camino que comunica el alma con la esperanza; en donde la esperanza es la meta que se persigue, la esperanza es la luz del túnel; es tras lo que se corre y lo que se persigue en el camino de la fe. Y llevemos esto al matrimonio; primero al de Cristo con la iglesia. La fe es creer en alguien, creerle y obedecer a sus propósitos e intereses. La fidelidad es hacia quien ha puesto la fe en nosotros. Yo tengo fe en Dios, y el siempre es fiel a mi fe. Yo le doy mi fe, el me da su fidelidad. El quiere creer en mí, Dios quiere también tener fe en mí; por lo que me ha dado su Espíritu para garantizar que tengo todo para que yo le responda con fidelidad. Yo soy fiel a Dios cuando respondo a la fe que ha puesto en mí, y el asegura que con su Espíritu en mi, puedo mantenerme fiel a Él por siempre, y pase lo que pase. Si Dios responde a algo que le pido con fe, es porque Él es fiel. Si Dios no me da lo que quiero, o permite que pase por tribulaciones que la oración no me librará de ellas, es que Dios está actuando en el sentido opuesto; el Señor ahora pone su fe en mi y yo tengo que permanecer fiel, aunque no reciba lo que quiero, o pido o lo que me ayudará a salir de una prueba o tribulación. En el matrimonio es igual; al casarnos, nos damos un sí voluntario, lleno de fe en nuestro cónyuge; así mismo nos dan un sí voluntario y consciente, con toda la fe puesta en nosotros. Nosotros debemos responder a ese sí lleno de fe, con nuestra fidelidad. Y a nosotros nos deben responder con fidelidad, al sí lleno de fe que le hemos depositado. Por eso es importante escoger a nuestro cónyuge, sabiendo que elegimos a quien tiene la calidad moral y espiritual para ser fiel; mientras que nosotros debemos ir al matrimonio con la madurez que capacita para responder con fidelidad a la fe que nos dan. Así, entonces, el matrimonio es un acto de fe y de fidelidad; de fe en Dios y en nuestro cónyuge, y también de fidelidad a nuestro cónyuge, y por lo mismo, a Dios. Pero solo Dios es fiel, y todos tenemos algo de infieles; porque la infidelidad no es solo en referencia al adulterio, sino en no cumplir con cada compromiso, responsabilidad y promesa que hemos hecho y adquirido al casarnos y durante el matrimonio. Pero en la infidelidad y en la incredulidad o falta de fe en el matrimonio; en las que todos hemos incurrido, aunque haya sido en cosas mínimas, como no cuidar el presupuesto, mentirnos, no hacer ciertas tareas que eran responsabilidad nuestra cumplir, y otro tipo de infidelidades; resalta la virtud más grande que la fe o la fidelidad; el poder que restaura lo que la infidelidad y la incredulidad destruye: el amor. El amor perdona las infidelidades, y restaura y transforma a la persona que amamos para poder tener otra vez una fe nueva en él. El amor es el antídoto a la infidelidad y a la incredulidad; y es el poder para mantenerse fiel a quien amamos y tener nuestra fe puesta en él. La fe y la fidelidad, el camino en ambos sentidos que nos lleva a la esperanza de un matrimonio espectacular, conforme a la verdad de Dios. Y siempre llevado en amor, la verdadera vida. Y el camino, la verdad y la vida es Cristo; separados de Él, no se puede; pero con Cristo podemos todo, por cuanto Él nos fortalece.
Jorge Figueroa Del valle